Cuando la olla se destapa

Hace unos días pasó algo en casa que me dejó pensando mucho.
Mi hijo, que es adolescente y tiene un alto grado de impulsividad y reactividad, volvió del colegio agotado, enfadado y tenso.
Imaginen lo que significa para él la escuela: exigencia, obediencia, temas que lo aburren, un contexto rígido donde hay que mantenerse callado y quieto
Una olla a presión.
Y cuando esa olla llega a casa, inevitablemente se destapa.

Apenas entró, su cuerpo y su mente seguían en alerta. Reaccionaba con cierta agresividad contenida, con gestos duros, con pocas palabras: “Estoy de mal humor”.
Al rato se puso a jugar un videojuego que —por su naturaleza— lo excita, lo frustra y lo lleva al límite.
En cuestión de minutos, estaba gritando, golpeando el sillón, completamente fuera de sí.

Y ahí estaba yo, mirándolo.
Sintiendo cómo algo en mí también empezaba a hervir: la preocupación, la impotencia, el cansancio.
Mi mente me decía: “¡Basta!”, “¡No puede ser que todo termine en gritos otra vez!”.

Lo que sabía es que no era contra mí. Que no me estaba rechazando a mí, sino descargando todo lo que no podía sostener.
Así que respiré y me senté a su lado.
Le dije con calma que ese juego no le estaba haciendo bien.
A él no le gustó lo que le dije, pero me quedé ahí, tranquila, con un objetivo muy claro: que pudiera reconocer por sí mismo que eso lo estaba desbordando.

No lo forcé. No lo amenacé.
Solo me quedé a su lado, en silencio, recordándole suavemente que necesitaba buscar la calma, que no valía la pena seguir aumentando la tensión.
Él me dijo que necesitaba “ganar la carrera”, que tenía que cumplir su objetivo antes de parar.
Y le dije que justamente ese juego estaba programado para que sea muy difícil lograrlo, y lo ponía cada vez más nervioso.

Me quedé a su lado, esperando.
Sin juicios, sin apuro.
Y cuando terminó, pudo apagar.
Parece algo pequeño, aunque para mí fue enorme.

Porque te confieso que en otro momento eso me hubiera resultado imposible.
Hubiera presionado, él habría gritado, yo habría reaccionado… y el ciclo de gritos se habría repetido, una vez más.
Esta vez, no.
Esta vez tuve claro mi objetivo: no resolverlo ya, sino resolverlo al fin.
No desde el control, sino desde la calma.
Acompañando, conteniendo, entendiendo.

Que él entienda que eso no le hace bien.
Y que yo entienda que mi tarea no es apagar su emoción, sino ayudarlo a encontrar la forma de salir de esa situación altamente excitante y contraproducente.

Porque educar no es ganar la batalla.
Es quedarse al lado, incluso cuando todo parece arder, para mostrar que hay otra forma: la de la calma, la presencia y el amor que no se rinde.

Qué ocurre en el cerebro cuando la olla se destapa

Cuando un niño o adolescente entra en un estado de estrés, su cerebro cambia de modo en segundos.
Pasa de la zona verde (regulación, diálogo, pensamiento) a la zona roja, donde la amígdala toma el mando y activa el sistema de alarma.

En ese estado:

  • el hemisferio derecho domina (emoción intensa, impulsos, sensaciones),
  • el hemisferio izquierdo —el del lenguaje, la lógica y la planificación— queda temporalmente “fuera de servicio”.

Por eso, durante el desborde:

  • no pueden razonar,
  • no pueden negociar,
  • no pueden pensar en consecuencias.

No es falta de voluntad.
Es neurobiología.

En ese momento, lo que más ayuda no es hablar, corregir o explicar, sino regular el ambiente: tu calma ayuda a apagar la alarma y a que su cerebro pueda volver, poco a poco, a la zona verde.

Tu presencia serena no es un detalle: es una intervención profundamente efectiva.

Si sientes que estos momentos en casa te superan, o que quieres aprender a acompañar desde un lugar más tranquilo y constructivo, busca apoyo.
Trabajar en tu propia regulación, en tus reacciones o en tu manera de sostener a tu hijo/a en momentos difíciles se aprende, y no tienes que hacerlo en soledad.

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